José Luis García Traid dispone los balones para el primer entrenamiento que realizaba la plantilla en el césped del Villamarín. La primera vez que tocaban la pelota cuando ya llevaban nueve días de entrenamiento.

La pretemporada de 1978: nueve días sin balón

La pretemporada del verano de 1978, a las órdenes de José Luis García Traid, será recordada siempre como una de las más duras y exigentes que han vivido los jugadores del Betis 

Por Manolo Rodríguez

 

“Estos hombres ya tienen técnica; lo que les falta es fondo físico”.

Así de rotundo fue el nuevo entrenador del Real Betis, José Luis García Traid, cuando comenzó los entrenamientos de la temporada 1978-79. Una reflexión que, en cierto modo, venía cargada de sentido porque nadie se podía explicar, y García Traid tampoco, que sólo unos meses atrás se hubiera ido a Segunda División un equipo como el que el Betis tenía entonces. Un equipo donde jugaban hasta seis internacionales (Alabanda, Benítez, López, Gordillo, Biosca y Cardeñosa, estos dos últimos incluso mundialistas en Argentina) y que sólo un año antes había ganado la Copa del Rey y había paseado el nombre del Betis por Europa.

Tenía que ser la falta de fondo físico, pensaban todos. Tenía que ser que los jugadores se habían acomodado y nadie los había obligado a cuidar su preparación. Por ello, el debate abierto provocó que cayera un aluvión de reproches sobre el anterior entrenador, Rafael Iriondo. Un exceso de críticas manifiestamente injustas que no se correspondían con la realidad, pero, que sin embargo, echaron raíces en ese tiempo de confusión y dolor por el descenso. Se dijo que Iriondo era un hombre antiguo que no dominaba los nuevos modos que imponía el fútbol moderno y que por eso había pasado lo que había pasado.

García Traid, sin embargo, representaba todo lo contrario. Era un entrenador joven, emergente que se diría en la actualidad, y con muchas ganas de consolidar una carrera exitosa. Aragonés de nacimiento, había sido futbolista con mucho futuro en el Real Zaragoza, pero una desgraciada lesión lo obligó a retirarse antes de tiempo. En los banquillos, su mejor etapa la había vivido en Salamanca, club al que ascendió a Primera División en 1974 y al que mantuvo en la categoría con excelentes clasificaciones en las cuatro temporadas siguientes.

Estaba de moda y ahora le llegaba la oportunidad de dirigir a un equipo cargado de nombre y simbolismo como el Betis. Y aceptó encantado. Preguntó a unos y otros, y llegó a creerse de verdad que el descenso bético del año anterior se había debido a la ausencia de preparación física y al poco apego al trabajo de futbolistas que se consideraban, y realmente lo eran, estrellas.

Acertado o no en sus impresiones, el caso es que obró en consecuencia. Sacó el látigo desde el primer día y les dio a los futbolistas las palizas más extraordinarias que se habían visto en mucho tiempo. Y al pleno sol de julio, claro. Por eso fue tan inolvidable aquella pretemporada que aún recuerdan con horror quienes la padecieron.

Para empezar, la plantilla no salió de Sevilla. Nada de lugares al fresco. A las siete de la mañana citaba a los jugadores en el estadio y desde ahí se trasladaban hasta Alcalá de Guadaira o los campos de  la Universidad Laboral. Y a las ocho empezaban a trabajar. Largas sesiones de carrera continua por los pinares de Oromana, en los que, según contaban, “se cuidaban los ejercicios de resistencia orgánica con el firme propósito de que los jugadores se acostumbraran a recuperar la capacidad de sacrificio”. Así durante toda la mañana.

Los jugadores, como es natural, estaban muertos. Literalmente. No comprendían muy bien esos entrenamientos legionarios, pero nadie estaba en disposición de hablar después de lo que había pasado la temporada anterior. Por eso, se refugiaban en la ironía. A Rafael del Pozo, que era, y es, un tipo con una gracia enorme le preguntaron una vez que cómo se sentía y respondió: “como si hubiera estado saliendo de costalero todos los días de la Semana Santa”.

Algo similar ocurrió con Antonio Benítez. Un día, al salir de la ducha, el periodismo de la época quiso que se detuviera. Pero Benítez no lo hizo. Pasó de largo y alguien le preguntó: ¿Adónde vas con tanta prisa? Y respondió con chispa: “A comprarme un balón”.

Y hasta cierto punto era lógico que respondiera así. Porque eso, justamente, era lo que más echaban de menos los jugadores: el balón. Ese balón que tardaron en ver… ¡nueve días! Durante una semana y media estuvieron dando carreras sin tener contacto con la pelota, sin hacer fútbol, sin chutar a puerta. Una semana y media en  la que habían estado subiendo y bajando cuestas, pero sin relacionarse jamás con quien debiera haber sido su mejor amigo. Y lo echaban de menos, como es natural.

La primera sesión con la pelota llegó, por fin, el viernes 28 de julio. A las ocho de la tarde en el césped del Villamarín. Eso sí, sin perder la buena costumbre de ir por la mañana a Alcalá. El calor era de sensación y quizá por esto sólo hicieron algunos rondos en la esquina de preferencia con Gol Sur.

En aquellos días, sin embargo, de estas contingencias se hablaba poco y cuando esporádicamente aparecían en los medios, era en tono positivo. Como si todo el mundo pensase que las palizas harían bien. Lo que interesaba sobre todo en esas fechas era saber qué pasaría con Cardeñosa. Si lo iban a traspasar al Barcelona o no. La oferta azulgrana existía y parecía natural que el Betis la atendiera. Que no la atendió. El presidente Pepe Núñez le confesó al jugador que no podía hacerle ese desaire a la afición y le ofreció una mejora de contrato. Y para satisfacción de los béticos, Cardeñosa se quedó en el Betis para siempre. 

Durante la temporada, García Traid no bajó su nivel de exigencia. Siguió empeñado en poner firmes (en el plano físico) a los futbolistas y esto llegó a provocar que en ciertos momentos varios de ellos se mostraran disconformes con la dureza de los entrenamientos. Alguna muestra muy elocuente hubo de ello y más de una voz se alzó en el vestuario.

A pesar del buen arranque liguero y de que García Traid sabía su trabajo, el equipo se fue cayendo conforme pasaban los meses. Las limitaciones físicas fueron cada vez más evidentes en la plantilla y lo acabaron echando. En abril del año siguiente. Una decisión que afrontó con dolor de corazón el presidente Pepe Núñez, porque el entrenador, detrás de esa apariencia de maño tozudo, era una excelente persona y un gran profesional.

Quizá por eso dolió tanto su prematura muerte en enero de 1990. Apenas con 53 años, a causa de las complicaciones posoperatorias de una intervención de cirugía plástica que tenía como finalidad extirparle un quiste sebáceo de la barbilla. Un suceso inesperado y trágico que devolvió el recuerdo de aquel entrenador que en el verano de 1978 protagonizó una de las pretemporadas más inolvidables de las que se guarda memoria en Heliópolis.

Aquel buen hombre que tuvo nueve días a los futbolistas sin tocar el balón.