Alineación del Real Betis que ganó al Sevilla en Nervión en 1935. De izquierda a derecha, de pie: Larrinoa, Adolfo, Gómez, Unamuno, Urquiaga, Lecue y Areso; agachados: Saro, Peral, Timimi y Aedo.

Aquel primer partido en el fútbol grande

El Betis venció 0-3 en Nervión en la temporada 34-35, el año que ganó la liga, inaugurando con ese encuentro  los derbis entre eternos rivales en la máxima categoría

Por Manolo Rodríguez

 

El Betis y el Sevilla venían en el camino desde que el mundo es mundo. O desde que el fútbol es fútbol. Componiendo una rivalidad que nació en las entrañas del siglo XX y que a lo largo de los años acabaría configurando dos bandos que ya para siempre se revelarían antagónicos.

Desde el origen mismo de las enfrentamientos pasaron muchas cosas que animaron el debate ciudadano. El Betis ganó duelos memorables como la Copa Spencer o el partido inaugural del estadio de Nervión, mientras que el eterno rival mostró, por lo general, su hegemonía en el torneo regional. Partidos épicos y jugados a ley que a veces provocaban que los aficionados se desbordaran. Una pasión excesiva que traía de la mano situaciones cambiantes, en las que a veces todo era cordialidad y al poco rato hostilidad y recelo.

Cuentan que hubo una época en la que los futbolistas llegaban ya vestidos al campo contrario para no verse obligados a usar las instalaciones del eterno rival y se refiere en clave de leyenda que Aranda y Pepe Brand, bético y sevillista, formaron ala en un partido contra una selección de París en la que se entendieron a las mil maravillas, a pesar de que no se hablaban porque sus directivas se lo había prohibido.

A tal punto debieron llegar las cosas allá por 1926 que antes de un Betis-Sevilla los capitanes de ambos equipos, Aranda y Ocaña, se saludaron muy amistosamente, se intercambiaron flores, se dieron un abrazo e incluso gritaron “Hurra el Betis” y “Hurra el Sevilla”, como gesto ejemplarizante ante las aficiones.

En fin, nada que no se conozca en esta ciudad donde la rivalidad se lleva tanto en los adentros. Una manera de entender el fútbol, y quizá la vida, que ya va para un siglo largo. El sevillano modo de conciliar dos mundos tan diferentes.

El Betis republicano, sin el Real que lo distinguía desde 1914, fue el primer equipo de la ciudad que ascendió a Primera División. En 1932, tras aquella recordada victoria ante el Deportivo de La Coruña. El Sevilla subió dos años más tarde y dejó servido un capítulo que no se conocía hasta entonces: el duelo de eternos rivales en el fútbol grande, en la máxima categoría del fútbol español.

Ocurrió en la Liga 1934-35, la primera con doce equipos, la más importante y gloriosa de cuantas ha disputado el Betis a lo largo de su historia. La del título. Un éxito que empezó a cimentarse muy pronto, desde la jornada inicial, en la que los verdiblancos fueron capaces de imponerse al Real Madrid en su propio campo. De ahí en adelante se fue agigantando la leyenda. Cada domingo se especulaba en la prensa (sobre todo la madrileña) con el derrumbe del Betis, pero el Betis no se caía nunca.

Jugados nueve partidos, los verdiblancos sólo habían cedido un empate y una derrota. Siete victorias. Eran líderes con quince puntos, tres más que el Real Madrid. Un escenario con el que no contaba nadie. Una sorpresa inaudita.

En esas llegó el Sevilla-Betis en Nervión. Domingo 3 de febrero de 1935. El séptimo contra el primero. El gran asunto de la ciudad.

Como es normal, los estados de opinión se disparan. En todas partes se habla del suceso. En las vísperas se informa que Aedo es duda por hallarse aún resentido de una vieja lesión sufrida durante el partido internacional disputado contra Francia en enero. De hecho, no entrena durante toda la semana. La Federación designa como árbitro al catalán Agustín Vilalta Bars, un juez experimentado que lleva dirigiendo partidos en la máxima categoría desde la creación de la liga. El Betis solicita que los jueces de línea también sean catalanes.

Dice el periodismo de la época que “los hinchas se disponen a soportar la emoción más intensa de cuantas les brinda la liga”, pero tanta emotividad y nervios no parecen afectar a sus entrenadores, dos veteranos navegantes que llevan mucho fútbol a sus espaldas. Al Betis lo dirige desde 1932 Mister Patricio O’Conell, superviviente de grandes batallas como futbolista en el Manchester United y en la selección irlandesa. Al Sevilla, por su parte, lo entrena Ramón Encinas, el técnico que lo llevó al ascenso y colaborador asiduo en la selección española.

Dos reconocidos hombres de fútbol que se respetan y admiran. Que se reúnen con frecuencia en los ambientes sevillanos y que, por ello, no tienen ningún problema en ser vistos mientras que cenan juntos esa misma semana en un céntrico restaurante. Aquella velada tan amistosa en medio de un clima tan pasional hace correr ríos de tinta. Incluso en versos ripiosos muy del gusto de aquel tiempo.

A las tres y media comienza el pleito en el viejo Nervión. El Betis sale con el equipo que generaciones y generaciones recitarán de memoria en años venideros: Urquiaga; Areso y Aedo; Peral, Gómez, Larrinoa; Timimi, Adolfo, Unamuno, Lecue y Saro.

El Sevilla también pone lo mejor que tiene: Eizaguirre; Euskalduna, Deva; Alcázar, Epelde, Fede; Tejada, Torróntegui, Campanal, Tache y Bracero.

El capitán Unamuno gana el sorteo de campos y decide jugar a favor del sol, aunque nada evita que el inicio esté marcado por la desconfianza. Los dos equipos se dedican más a destruir que a atacar y esto le da al partido un perfil bronco y desconcertado.

El Betis se organiza como viene siendo norma. Gómez juega de central marcando a Campanal; Lecue refuerza el medio campo y rondando la media hora comienza a ser decisiva la aportación de Peral y Larrinoa, los llamados 'medios alas'.

Los verdiblancos se asientan y su dominio se hace evidente. Corren y juegan al fútbol. Y a los 23 minutos abren el marcador. Lecue arranca con el balón desde el centro del terreno desbordando contrarios. Entonces, según refiere un cronista de la época, “salió  Eizaguirre, pero el vasco le había ganado el tiempo y, con suavidad, mandó el balón a la red”.

Diez minutos largos después llega el 0-2. También de Lecue, con un tiro cruzado que inmortaliza una bella foto. Partido ganado.

En la segunda parte el Betis se tapa y, al decir de los periódicos, emplea “la táctica del cuarto medio”, incrustando a Adolfo en la zona ancha. Esto permite un mayor dominio local que es bien controlado por Areso y Aedo y en última instancia por el seguro Urquiaga.

Hacia el final surgen algunas brusquedades que corta con autoridad Vilalta. Y a doce minutos del final aparece el contragolpe perfecto. Con el Sevilla volcado, Saro arranca en ventaja y su medido centro lo mete Adolfo en la red. 0-3 en el primer choque de los eternos rivales en la máxima categoría.

La crítica es unánime: el Betis ha sido mejor. Pero lo que más repercusión sigue teniendo es la ventaja que los verdiblancos mantienen en la cabeza de la tabla. Un tema recurrente dada la obstinación de los medios capitalinos en negar la hegemonía bética. La sombra del Real Madrid, ya entonces, es muy alargada y no faltarán hasta el final  del campeonato los intentos por desestabilizar a ese sorprendente líder que viste con camiseta verdiblanca.

Quizá por eso, el diario ABC escribe en la crónica del partido: “Habrán de aguardar todavía un rato los esperanzados en el tropiezo bético que desembarace el camino a otros aspirantes al campeonato nacional de Liga (…) Sigan, sin embargo, sus detractores forasteros pensando en un próximo fracaso. La esperanza es lo último que se pierde”.

Como se sabe, el que no perdió nunca la esperanza fue el Betis, que acabó proclamándose campeón de aquella liga el 28 de abril de 1935 en los viejos campos de Sport del Sardinero de Santander.