HISTORIA | Cinco goles y viaje a Uruguay

El Domingo de Resurrección de 1987, al final de aquella Semana Santa en que ya hubo nazarenas en las cofradías, el Betis goleó al Murcia y cruzó el Atlántico por segunda vez

Por Manolo Rodríguez

El Domingo de Resurrección de 1987 salió hermoso y soleado. La mañana de Pascua era espléndida. El Resucitado recorría las calles y en el Villamarín había partido. Pero las gradas de Heliópolis estaban muy desangeladas y hasta cierto punto era normal. 

Acababa de empezar la segunda parte de la Liga, aquello que llamaron el play-off, y el Betis andaba en tierra de nadie. En el grupo de los que se no se jugaban nada. Ni competiciones europeas ni riesgos de descenso. Pura monotonía después de que el socio hubiera tenido que sacar un segundo abono. Puestos a buscarle un aliciente, quizá el doble enfrentamiento que venía de camino contra el eterno rival fuera el único sustento.

Por eso, la directiva del club aprovechó el inmediato parón que imponía un partido internacional de la selección para jugar un torneo en Uruguay. La segunda vez que el Real Betis cruzaba la mar Océana tras aquella gira de 1981 que lo llevó a disputar una serie de partidos en Paraguay, Chile, Ecuador y Perú. 

La salida para Madrid estaba prevista para la misma tarde del Domingo de Resurrección, cuando en La Maestranza se estuviese abriendo la temporada taurina, que ese año se estrenaba con toros de Torrealta y una terna compuesta por Curro Romero, José Antonio Campuzano y Pepe Luis Vargas.

Pero antes había que jugar ese encuentro que tan poco atractivo había despertado, aunque, como suele pasar, fue reconfortante y feliz. El Betis recibió al Murcia en la segunda jornada del suplemento y se entretuvo en meterle cinco goles.

El partido fue un monólogo de los verdiblancos y Rincón estuvo cumbre. Como él era, un goleador de raza que hizo tres tantos aquella cálida mañana. El primero, en especial, fue espléndido. Internada por la banda derecha de Hadzibegic, pared de tacón de Reyes y centro preciso del bosnio que Poli cabeceó tirándose a ras de suelo. Un golazo muy Rincón.

Al Betis lo entrenaba entonces Luis del Sol, el mito supremo, y en el banquillo del Murcia venía el húngaro Antal Dunai, quien había pasado por el Villamarín cinco años antes. Un hombre bueno, quizá algo ingenuo para lo que se estilaba en el fútbol de la época, al que en su día cesaron con no poca crueldad en vísperas de Nochebuena.

La gente se divirtió viendo al Betis aquella mañana. Marcaron asimismo los canteranos Perico Medina y Reyes y gustaron mucho Calderón y Hadzibegic, a pesar de que sobre ambos se cernía ya la tormenta que descargó un mes más tarde cuando se conoció que ninguno de los dos seguiría en el Betis.

Aquella Semana Santa de 1987 había sido, por sobre todas las cosas, la de las mujeres. La primera desde los tiempos del nacional-catolicismo en que las nazarenas desfilaban en los cortejos procesionales de manera pública y reconocida.

Tres años antes, con la promulgación de la nueva legislación canónica, se les había ofrecido a las mujeres la opción de salir de nazarenas en aquellas cofradías que lo estimasen oportuno y modificasen sus reglas en tal sentido.

En 1986 ya salieron el Martes Santo cinco hermanas de los Javieres, aunque a modo de prueba y, según se ha contado desde entonces, estando advertido de ello el arzobispo Carlos Amigo Vallejo. Llegaron con los antifaces puestos a la parroquia de Omnium Sanctorum y apenas se notó su presencia.

Pero en 1987 esta incorporación de la mujer ya fue oficial, reconocida y expresa en dos Hermandades. La primera en el tiempo fue la Hermandad de Veracruz, una de las más antiguas de la ciudad, que el Lunes Santo integró en su cortejo a veinte mujeres. Incluso el ABC de Sevilla le dedicó la portada de ese día a tan simbólico acontecimiento. 

El Martes Santo, a su vez, lo haría la Hermandad de San Esteban, comenzando a partir de ahí un proceso, quizá tortuoso, que se prolongó más de lo deseado y que no acabó de cerrarse hasta 2011, cuando un decreto del arzobispo Juan José Asenjo puso negro sobre blanco que: "Se determina la plena igualdad de derechos entre los miembros de las hermandades y cofradías de la archidiócesis, sin que sea posible discriminación alguna en razón del sexo, incluida la participación en la estación de penitencia como acto de culto externo".

Este había sido, obviamente, uno de los grandes motivos de comentario en la Semana Santa que se acababa cuando el Betis estaba goleando al Murcia en la matinal de la Pascua Florida.

Del estadio fueron los futbolistas a sus casas y a media tarde quedaron citados en el aeropuerto para volar con destino a Madrid. Del Sol llevó prácticamente a toda la plantilla, salvo dos ausencias: la de Faruk Hadzibegic, que acudió a la llamada de su selección yugoslava y la del portero Cervantes, que en esos días se hallaba citado en Murcia para un juicio por las cantidades que aún le reclamaba a su anterior equipo.

La novedad más significativa en la expedición bética fue que a ella se unió un jugador que esa temporada vestía la camiseta del Recreativo de Huelva: Julio García. Un defensa canterano con mucho potencial (ya había debutado con el primer equipo en 1984) que ese año estaba cedido en el Decano. Cubriría la ausencia de Hadzibegic en la gira americana y, lo que es más importante, tendría oportunidad de acreditar que se hallaba preparado para figurar en la plantilla del año siguiente cuando, casi con toda seguridad, ya no estuviese el bosnio.

También viajó con el grupo el doctor Tomás Calero, quien todavía no llevaba ni cinco meses al servicio de la entidad. Tenía 26 años y había debutado en el banquillo del Betis, acompañando a Luis del Sol y a Diego Soto, en diciembre del 86. Como flamante jefe de los servicios médicos, se enfrentaba al primer gran reto de los muchos cientos que vendrían después durante más de tres décadas. Una larga etapa, fecunda y ejemplar, que acabaría por convertirlo en uno de los nombres más destacados y conocidos de la historia contemporánea del club.  

El Real Betis acudió a Uruguay a disputar un torneo que tenía como finalidad promocionar la Exposición Universal de Sevilla de 1992. Una causa con la que estaba muy comprometido el club verdiblanco en aquel tiempo. De hecho, el verano anterior había suscrito un acuerdo con la Comisaría General de la Muestra por el que se comprometía a incorporar a su camiseta Meyba el logotipo de la Expo y a desplegar una lona con dicho logo sobre la hierba del Benito Villamarín en cada día de partido.

Una apuesta que tenía su interés, ya que tan enorme acontecimiento aún se hallaba muy lejano en el tiempo. Tanto, que en ese momento ni siquiera se había puesto la primera piedra en el recinto de la Cartuja. 

El avión que llevó a los béticos a Montevideo despegó del aeropuerto de Barajas a las diez y media de la mañana del lunes 20 de abril. Catorce horas después, previa escala en Río Janeiro, estaban en la capital del Uruguay. Allí pasaron muchas cosas. Pero la más importante en el que el Betis ganó el torneo que fue a jugar.

Se impuso por 2-1 al Peñarol en la final, con goles de Rincón y Calderón y, sobre todo, hizo muy felices a todos esos que tan lejos estaban de su patria, andaluces y españoles, que antes del inicio del juego saltaron al césped del estadio Centenario con banderas y trajes regionales.

La gira duró hasta el 30 de abril de 1987, diez días en total, con su ida y su vuelta. El Betis se fue un Domingo de Resurrección y volvió un Jueves de Feria. 

En ese tiempo, la ciudad había mudado de piel, pero los béticos, como siempre, estaban esperando al Betis. Y no los defraudó. Al domingo siguiente ganó en Nervión. Pero esa ya es otra historia.