Rogelio, con el balón en los pies en su último partido en el Ramón de Carranza.

HISTORIA | Los últimos diez minutos de Rogelio

El gran mito y capitán de varias generaciones jugó por última vez con la camiseta verdiblanca en Cádiz, en un partido que ganó el Real Betis por 0-5 en el año 1978

Por Manolo Rodríguez

En febrero de 1978 el Real Betis jugó en Cádiz y el partido se convirtió en noticia por dos sucedidos extraordinarios. El primero, el resultado. Los verdiblancos ganaron 0-5 y consiguieron la mayor goleada fuera de casa que recogen los anales béticos en Primera División.

El segundo fue más emotivo y sentimental. Más de corazón a corazón. Esa tarde en el Carranza jugó por última vez con el escudo de las trece barras Rogelio Sosa, el gran ídolo que venía de los 60, la figura máxima, el capitán de varias generaciones, el símbolo que mejor escenificaba al Betis, siendo en cada ademán como es el Betis mismo: distinto e imprevisible.

Fueron apenas 10 minutos, pero aún hoy siguen despertando un océano de sensaciones. Como si esa despedida, de la que entonces no fuimos plenamente conscientes, todavía permaneciera detenida en la memoria y, sobre todo, en la imagen prodigiosa del laureado fotoperiodista Manolo Ruesga, autor de la foto del adiós. Un documento que inmortalizó para siempre el último día como futbolista de uno de los más grandes de la historia bética.

En esa memorable foto se muestra a Rogelio con el balón en los pies, suspendido en el tiempo, mientras que, enhiesto y señorial, mira al frente completamente desentendido de la pelota. Como si no le hiciera falta ver el esférico para saber que estaba ahí, a su merced, sometido, y presto a ser enviado con su zurda de caoba a aquel que estuviera en mejores condiciones de recibirlo.

Ese momento de Cádiz, el retrato de un futbolista, mereció un comentario a su altura en el diario Sur/Oeste. El que le dedicó el recordado Manolo Ramírez Fernández de Córdoba, una de las firmas más insignes del periodismo sevillano contemporáneo, y que llevó por título, sencillamente: "Y en eso salió El Maestro".

Decía así: "Ya iban cinco goles en las tablas cuando la grada -esa mucha grada que pintó el Carranza en verdiblanco- comenzó a reclamarlo acompasando la garganta. El rumor llega a Iriondo y el banquillo no lo duda: sale el Maestro. Veinte años de fútbol le contemplan, que el vino bueno, dicen, es el que tiene solera? Su equipo, antes, había puesto sordina a los carnavales y cascabeles de duelo a los amarillos. Su equipo, después, gozó viendo como se mira al frente con el balón en los pies, como se manda y se templa, de qué forma y manera hay que estar en la hierba. Arriba se gritaba fuerte el "maestro, maestro" y abajo Rogelio Sosa Ramírez, veinte años ya, solera fina, caoba eterna, que -ya de vueltas de casi todo- acaricia y acompasa, templa y manda. Sí, maestro?"

Aquel día se apagaron las luces que se mantenían encendidas desde septiembre de 1962, cuando aquel delgado muchacho de Coria debutó contra el Real Madrid en Heliópolis. Y como demostración de que la vida y el fútbol son un permanente cruce de caminos, esa tarde en el Carranza se alineó con la camiseta del Cádiz su viejo amigo Joaquín Sierra "Quino", aunque no llegaran a coincidir sobre el césped. 

También en un momento cualquiera de los 10 minutos que Rogelio estuvo en el campo, fue entrado con dureza por el entonces cadista Fernando Lobato, un ex jugador bético por el que sentía particular cariño el coriano. Al verse en el suelo, le dijo con mucha gracia: "Fernando, ¿a mí me vas a dar una patada? ¿Qué pasa, que no me has visto calentar y querías calentarme tú?, a lo que Lobato respondió muy compungido: "perdóname, maestro, no me había dado cuenta de que eras tú. No volverá a pasar".

Aquella fue la última y única aparición de Rogelio en las alineaciones del Betis en la temporada 1977/78. Antes no había jugado nada, a pesar de que la campaña era particularmente exigente por la disputa de la Recopa. Pero el entrenador no le dio ni una sola oportunidad. Y esto le dolió mucho. Tanto, que meses más tarde confesaría amargamente que: "Fue Iriondo quien acabó conmigo".

Rogelio pensó a veces que: "Quizá Iriondo en algún equipo anterior hubiera tenido problemas con los veteranos y eso lo marcó en su relación conmigo". Sin embargo, nunca hubo nada personal entre uno y otro. De hecho, cuando el veterano técnico vasco retornó al banquillo de Heliópolis en 1981 le pidió expresamente al coriano que fuera su ayudante.

En esa hora cercana a la retirada, Rogelio pensaba que un futbolista debe comenzar a ver su final en el campo y que él, tras una temporada en blanco, jamás se había visto impotente sobre el césped. Por eso, confesaba: "Tengo la tranquilidad de haberme ido sin haber demostrado que no puedo".

Con la marcha de Rogelio se cerraba una época llena de nombres gloriosos y de sentidos recuerdos de aquel Betis que venía de Benito Villamarín. El presidente al que más admiró y el que más le exigió. Según se cuenta, en vísperas de un partido contra el eterno rival, tras la cena del sábado en la concentración del equipo en el refugio sanluqueño de "Los Álamos", el mandatario bético, como era habitual, les dio una arenga que siempre concluía ofreciéndoles una prima. Durante su alocución, Villamarín iba repasando de modo crítico el rendimiento de cada uno de los jugadores con el afán de motivarlos para el choque del domingo.

Al llegar a Rogelio, lamentó que no tuviera el mismo espíritu de lucha y sacrificio que tenían otros jugadores de su misma tierra que jugaban en el Sevilla. Y dijo: "Parece que hemos traído de Coria al que menos corre", a lo que respondió de inmediato el veterano Andrés Bosch: "Don Benito, de Coria ha traído usted al que mejor juega".

Bosch, el faro y guía de aquel Betis de los 60, fue el padre espiritual de Rogelio. Su mentor y su ejemplo. De él aprendió la exigencia del liderazgo y con el paso de los años entendió lo que era tener al Betis a sus espaldas. Pero nunca rehuyó estos compromisos. "Siempre se ha dicho que he sido un líder -reconoció en una ocasión- y creo que esto es importante dentro de un club, puesto que es al líder al que se le chilla y al que se le exige. Por otra parte, es necesario que dentro del campo haya un hombre que hable con los compañeros y que sin el balón en los pies sea capaz de ver lo que está pasando".

Un liderazgo que lo obligaba a ser quien era y a no eludir las responsabilidades. Algo de lo que presumió en todo momento: "Había tardes -dejó dicho- en las que, después de perder un partido, algunos jugadores, y yo los entiendo, abandonaban el estadio por alguna zona donde no se encontraran con los aficionados. Yo no. Siempre salí por donde había entrado. Y en ocasiones, hasta me paraba y encendía un cigarro. No resultaba agradable, pero era consciente de que esos mismos serían los primeros que me comerían a besos los días que las cosas se dieran bien".

Estas fueron algunas de las simples verdades del fútbol que marcaron la personalidad de Rogelio Sosa. Estas y muchas otras que son sobradamente conocidas. Palabras de un líder que, por serlo, siempre estuvo al principio y al final de los amores y los desamores. 


Y que, para su satisfacción, jugó sus últimos minutos con la camiseta verdiblanca en un partido de resultado extraordinario. Nada más y nada menos que una victoria fuera de casa por 0-5. El Betis arrasó al Cádiz con 2 goles de Cardeñosa, 2 de Hugo Cabezas y otro de García Soriano. 


Un recital sin mácula en el que también participó Eduardo Anzarda, quien reapareció esa tarde en el Carranza tras ocho meses de ausencia. Justo su primer partido después de la grave lesión sufrida en el campo del Espanyol en el partido de ida de la semifinal copera y que tan cruelmente le impidió haber estado presente en la final ganada por los verdiblancos al Athletic de Bilbao.


De la participación de Rogelio en aquella goleada no hubo apenas mención alguna en los periódicos del día siguiente. Era natural. Nadie tenía conciencia entonces de su significado. La importancia del momento llegaría después. Meses más tarde, cuando la realidad acabara imponiéndose.


Esa realidad que ahora recordamos con la nostalgia de haber visto marcharse a un mito sin saber siquiera que lo estábamos despidiendo. Pero nos queda la memoria y, en este caso, incluso una foto.