Los jugadores saludan al público antes de comenzar la final del Trofeo. Cada equipo, con sus colores de siempre.

HISTORIA | Con los colores de la tradición

En la final del Ciudad de Sevilla de 1977 el Real Betis vistió con su camiseta verdiblanca y calzón blanco, mientras que el eterno rival lo hizo de blanco en el Villamarín

Por Manolo Rodríguez

 

Vuelve la ancestral rivalidad que mantienen el Betis y el Sevilla desde los primeros albores del siglo XX. Una manera de entender el fútbol, y quizá la vida, que ya va para un siglo largo.

Desde entonces, desde los remotos orígenes, el antagonismo entre béticos y sevillistas ha sido una marca en la piel de la la ciudad y una actitud que ha sobrevivido a todas las coyunturas que determinó la historia.

Una seña de identidad que hace imposible la neutralidad en el día a día y, muy particularmente, cuando se ven las caras en la hierba esos dos bandos que ya nunca tendrán conciliación posible. El sevillano modo de tomar partido entre mundos tan diferentes.

Todos los béticos tienen recuerdos de las visitas del eterno rival al campo que nos acoge. Unos felices y otros menos agradables. Como la vida misma. Días de éxtasis y tormento. Momentos que sobreviven en la memoria con goles mitológicos y jugadas imposibles. Con la inmortalidad de los héroes que siguen reinando en el territorio de los sueños.

Yo pertenezco a la generación que casi siempre vio al Sevilla en Heliópolis vestido de rojo. En una ocasión, en 1972, con una ancha raya granate sobre la camiseta blanca y en otras, más recientes, con unas finas líneas blancas sobre fondo rojo. Y en octubre del 73 con camisola colorada y calzón blanco.

En mayo de 2018 compareció vestido de negro y eso sí que fue una rareza. Aquel partido cercano en el tiempo acabó empatado a dos, con goles de Bartra y Loren al principio y al final, que sirvió para garantizar la supremacía verdiblanca en esa campaña.

Pero lo más peculiar en estos últimos 50 años ha sido ver al rival de siempre salir de los vestuarios del Villamarín uniformado de blanco. Algo que, yo recuerde, ha sucedido en dos ocasiones. Y no en el campeonato de Liga, sino en sendas finales de aquel gran suceso que fue el trofeo Ciudad de Sevilla en la década de los 70.

La primera vez ocurrió en agosto de 1975. Una noche inolvidable. El Real Betis, con calzonas verdes, se impuso con toda justicia por 1-0. Marcó Eduardo Anzarda y su gol fue un fiel reflejo de la astucia y la frialdad que caracterizaban al argentino. Balón que queda suelto en el área, sencillo regate al portero y pase a la red.

Dos años después, en 1977, se repitió idéntica final en el Trofeo Ciudad de Sevilla. De la

VI edición, que fue aquella. El rival volvió a jugar de blanco riguroso y el Real Betis lució sus colores eternos. Camiseta verdiblanca a rayas verticales y calzón blanco. La primera y única vez en el tiempo contemporáneo que las dos escuadras vestían con las equipaciones que les han sido propias en sus travesías más que centenarias.

El estadio se llenó hasta el acabose y era lógica tal expectación. Aquel verano fue probablemente el más feliz que habían vivido los béticos en la época moderna. Duraba la resaca del título copero y en la pretemporada no pararon de llegar triunfos.

Así amaneció el Trofeo. En la última semana completa de agosto, como siempre hasta entonces. En la primera semifinal el Sevilla se impuso al Benfica por 3-0 y el miércoles 24 debutó el Real Betis enfrentándose al Vasas de Budapest, un grande del fútbol húngaro que había ganado la Liga de su país.

El duelo fue parejo, pero el Betis ganó con justicia. Un gol de Hugo Cabezas (el primero del uruguayo con la casaca verdiblanca) decidió la partida a los 54 minutos. La final soñada se abría paso de nuevo.

Una final que llegó cuarenta y ocho horas más tarde y que movilizó de nuevo a la ciudad toda. No cabía un alfiler en Heliópolis, donde retumbaban los tambores y las ovaciones eran interminables. A las 10 de la noche salieron los equipos al campo y, para entonces, el Betis ya iba ganando. De hecho, ya había alzado con júbilo la primera Copa. La que se adjudicaron los juveniles del Real Betis tras derrotar al eterno rival un rato antes.  

Ese año se jugó por primera vez un trofeo de esta categoría en el que participaron, además del Real Betis y del Sevilla, el Racing de Santander y el Zaragoza, equipos que habían eliminado a los clubs sevillanos en el Campeonato de España de la temporada anterior.

El juvenil bético, entrenado por Pedro Buenaventura, se impuso en la semifinal al Zaragoza por 3-1, con goles de Carreño (2) y Rosado, y en el choque decisivo se encontró con el Sevilla.

El partido se jugó por delante de la gran final, a las ocho de la tarde y con un ambientazo enorme, y ganó el Betis por 2-0, de nuevo con tantos de Carreño y Rosado. Fue una premonición para lo que vendría después. Un meritorio triunfo que hicieron posible los jugadores que llevaron en el pecho el escudo de las trece barras. Estos muchachos: Pedro, Juanito, Pino, Bazán; Sampere, Malaver; Espiñeira, Petit, Rosado, Carreño y Segovia.

Después llegaría el plato fuerte. El no va más de la pasión según Sevilla. Cada equipo vistió sus colores de siempre y se nombró un árbitro extranjero para que la imparcialidad fuera absoluta. En esta ocasión, el francés René Vigliani, que estuvo discreto.  Las alineaciones fueron las siguientes

Real Betis: Esnaola; Bizcocho, Biosca, Sabaté, Benítez; López, Alabanda, Cardeñosa; García Soriano (Del Pozo), Hugo Cabezas (Muhren) y Ladinszky (Eulate).

Sevilla FC: Paco; Juanito, Gallego, Rivas, Sanjosé; Blanco (Varela), Jaén, Rubio; Scotta, Montero y Biri.

El choque fue tan pasional como cabía esperar. Una lucha sin cuartel marcada por los nervios y la dureza. López y Sanjosé fueron expulsados y toda la noche se empapó de eso que el periodismo de la época definió como "acentuada rivalidad".

Al descanso se marcharon con el 0-0, pero en la segunda parte el Betis impuso su fútbol y su ley. Abrió el marcador Attila Ladinszky, pero un minuto después empató Scotta. A partir de ahí llegó un aluvión de dominio verdiblanco que se concretó en dos penaltis que apenas se discutieron. Ambos los transformó el apátrida Ladinszky, quien de ese modo redondeó su mejor noche con la camiseta verdiblanca. El "hat-trick" soñado. El que lo convirtió en el héroe del trofeo.

La imponente Copa de plata labrada fue paseada por la hierba y, junto a ella, el Betis también obtuvo el trofeo "Torre del Oro", un hermoso galardón que a lo largo de la historia del certamen se fue entregando por distintos méritos y que ese año se decidió que lo recibiera asimismo el vencedor del torneo.

En fin, un momento muy emotivo y gozoso, aunque la tensión estuviera presente hasta el último instante.

Una semana más tarde empezó la Liga y cuando en ese ejercicio el Sevilla visitó el Villamarín (algo que ocurriría el 19 de marzo de 1978) ya compareció en la matinal de Heliópolis vestido de rojo. Lo común desde entonces, salvo la originalidad de la ropa negra en 2018.

Y, por supuesto, nunca más se le volvió a ver de blanco, como en aquella final del Ciudad de Sevilla de 1977 que ganó el Real Betis Balompié con tres goles de Attila Ladinszky.